Jun 17, 2019 HORA DE OPINION Ciudad 0
Por Martín Rappallini *
El modelo que rige hoy la vida económica argentina, caracterizado por una fuerte presencia e intervención estatal, comenzó a instalarse lentamente en 2003 y se fue consolidando año a año, hasta llegar a la situación actual, en la que el 70% de nuestro consumo está sostenido directa o indirectamente por el Estado y sólo el 30% es impulsado por el sector privado, número que históricamente fue al revés.
Todos los Estados del mundo buscan promover el crecimiento de sus economías, y llevan a cabo acciones destinadas a “distribuir” los ingresos. El problema ocurre cuando un Estado sobredimensiona de tal manera su tamaño y protagonismo, que termina estrangulando la capacidad que tiene el sector privado para generar riqueza.
Esto es –por desgracia– lo que sucedió en Argentina. En 2003, el gasto público consolidado equivalía al 25% de nuestro PBI, y para 2015 había trepado hasta el 46%. En paralelo a esa impresionante expansión, las 9 millones de personas que recibían algún tipo de asistencia estatal en 2003, pasaron a ser 21 millones en 2015. ¡La mitad de nuestra población!
El problema de armar una economía tan dependiente del gasto público, es que los Estados –que por sí mismos no generan riqueza– deben cobrar cada vez más impuestos para poder mantener ese nivel de erogaciones, y esto va minando la capacidad del sector productivo para invertir, innovar, dar empleo y exportar. La actividad económica entra así en un círculo vicioso, del que es muy difícil salir.
En efecto, mantener “caliente” el mercado interno a través de un súper gasto público, obliga a tener una presión fiscal del 60%, y las empresas que pagan esos impuestos, difícilmente pueden crecer. Aquello que en el mejor de los casos les permite mantenerse a flote, al mismo tiempo les quita toda posibilidad de trazarse objetivos más ambiciosos.
La mejor demostración de esta “enfermedad” podemos observarla en el mercado laboral: hace diez años que la industria argentina no genera empleo. Y esto refleja que tampoco está creciendo su productividad, ni sus volúmenes exportables, ni la economía en general.
Ahora bien, si los problemas que acarrea un modelo de este tipo son tan severos, la pregunta que se impone es ¿por qué resulta tan difícil abandonarlo?
Es difícil abandonarlo porque si el Estado “ajusta” sus gastos, automáticamente genera una baja en el consumo y se produce una gran recesión, que además de dañar a las industrias por menores ventas, también agrava el déficit por menor recaudación de impuestos, lo cual obliga a subirlos, dañando aún más a las empresas. Esto explica que no sean aconsejables las políticas de shock, si lo que se busca es evitar una gran recesión y desocupación.
El problema, claro, es que la solución inversa tampoco es viable, ya que aumentar el gasto público sólo agravaría la presión fiscal que soportan las empresas, y las haría aún más dependientes del Estado.
Por ello, es imprescindible desconfiar de las propuestas facilistas que frecuentemente se escuchan, y pasan por alto este dilema que enfrenta la economía de nuestro país.
Generar empleo genuino lleva tiempo. Abrir nuevos mercados lleva tiempo. Mejorar la productividad lleva tiempo. Aumentar la inversión lleva tiempo. Reducir impuestos lleva tiempo.
Esta es la gran trampa del modelo. Es un círculo vicioso muy difícil de romper.
Para mejorar la productividad de las industrias, y en especial de lasPymes, y lograr que su éxito no dependa del gasto público, es imprescindible bajar impuestos, reducir el costo del dinero, derogar las leyes laborales anti-empresa, pero para todo esto se necesita tiempo. Y un plan.
Para que ese plan sea diseñado, e implementado, es imprescindible a su vez que exista diálogo entre todos los sectores, y que estos alcancen acuerdos básicos, representando a un porcentaje importante de la sociedad. Ningún plan será viable -por lúcido que fuere- si las fuerzas políticas que se disputan el poder con quién busca implementarlo, proponen soluciones antagónicas. Es imprescindible que todos nos empeñemos en alcanzar esos consensos básicos.
Debemos tener claro, además, que por mucho tiempo no dispondremos de financiamiento internacional. Y tampoco atraeremos inversiones externas de real envergadura.
Sin ánimo de agotar los temas sobre los que debemos acordar políticas de Estado, creo que el plan que me permito proponer, debería definir como mínimo los siguientes puntos:
Como puede apreciarse, el gran desafío es abandonar el actual modelo Estado-céntrico, y pasar a uno verdaderamente productivista, que fortalezca a nuestras Pymes en lugar de empujar artificialmente el consumo, hasta que logren competir de igual a igual con el resto del mundo.
Para que esa transición –que será lenta y gradual– sea posible, vamos a necesitar un esfuerzo especial en materias tradicionalmente difíciles para los argentinos: dialogar y alcanzar consensos, hasta acordar finalmente un proyecto como país. Estamos ante una encrucijada, que nos puede llevar a profundizar la decadencia o a diseñar entre todos, ese plan, ese sueño compartido. Ojalá tengamos la madurez y la responsabilidad de trabajar en esa dirección.
* Presidente de la Unión Industrial de la Provincia de Buenos Aires (UIPBA)
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